Mauricio Bustamante
Doctor en Física
Center for Cosmology and Astroparticle Physics
The Ohio State University
bustamanteramirez.1@osu.edu
En 1953, el prolífico escritor estadounidense Ray Bradbury publicó el relato corto “Las doradas manzanas del sol” dentro de la colección de cuentos agrupados bajo el mismo nombre. En la historia, un grupo de astronautas se acerca peligrosamente hasta la superficie del Sol, equipado con instrumentos diseñados para soportar las altas temperaturas, y recolecta una muestra del incandescente material de la superficie, el fruto dorado del Sol, para estudiarlo.
Cuando el relato fue publicado, era ya conocido que el Sol es una esfera de gases, principalmente hidrógeno, en permanente combustión nuclear. Hoy sabemos que la temperatura en su superficie es de cerca de 5500 grados centígrados y que, en el centro, sobrepasa los quince millones de grados. Ahí la materia está sometida a presiones de unos doscientos cincuenta millones de veces la presión atmosférica terrestre y alcanza densidades de unas ciento cincuenta veces la del agua. Bajo estas condiciones extremas, el estado de la materia en el Sol no es sólido, líquido ni gaseoso: los átomos, usualmente compuestos de un núcleo atómico rodeado por electrones, pierden a estos últimos; los núcleos y electrones libres pasan a formar parte de una sopa eléctricamente cargada, un estado de la materia conocido como plasma. La historia de cómo llegamos a conocer de qué está hecho y cómo funciona el Sol es también la historia de la física nuclear, de las plantas de energía nuclear, de las bombas atómicas y de la posible matriz energética de la futura humanidad.
En la primera mitad del siglo XX, el origen del brillo del Sol era aún un misterio. Las propuestas variaban entre la combustión de material inflamable, el calentamiento por radioactividad, por el impacto de meteoritos, o el simple calentamiento de la materia en el Sol debido a la fricción generada por su mutua atracción gravitacional. Ninguna de estas propuestas era satisfactoria. Por ejemplo, si el origen del brillo fuese la mutua atracción gravitacional de sus partes, el Sol solo podría haberse mantenido por veinte millones de años, mientras que el registro geológico y los meteoritos ponen la edad de la Tierra en 4500 millones de años. Hoy sabemos que ésta es también la edad del Sol, pero el descubrimiento del verdadero mecanismo detrás del brillo solar tendría que esperar hasta el desarrollo de la física atómica y nuclear en las décadas de 1930 y 1940.
La clave vino de manos de Albert Einstein, en el maravilloso año de 1905, cuando postuló que la materia y la energía son intercambiables. No tomó mucho tiempo para que la comunidad científica usara este nueva paradigma como piedra angular para entender qué es lo que sucede con algunos núcleos atómicos que pueden dividirse –en el proceso conocido como fisión nuclear– o fundirse para crear uno más masivo –proceso conocido como fusión nuclear.
En ambos procesos, parte de la masa inicial de los núcleos atómicos se libera en forma de energía: luz, calor y movimiento. En el caso de la fisión, la suma de las masas de los dos núcleos creados en la división es menor que la masa del núcleo original; la diferencia de masas es liberada en forma de partículas energéticas (neutrones) y radiación electromagnética (luz y calor). En la fusión, por otro lado, la masa del núcleo creado es menor a la suma de las masas de los dos núcleos originales que se fusionaron; nuevamente, la diferencia de masas es liberada como energía. Típicamente, en las reacciones nucleares a las que tenemos acceso, la energía liberada en fusión nuclear es mayor que la liberada en fisión.
Las “bombas atómicas” desarrolladas y usadas en la Segunda Guerra Mundial por los EE.UU. funcionan bajo el principio de la fisión nuclear: dos muestras de uranio especialmente tratado –con mayor número de neutrones que el promedio– se juntan en el momento deseado, para iniciar una reacción en cadena en la que la energía liberada por la fisión de un núcleo induce la fisión de otros, terminando en la liberación explosiva de energía. El mismo principio, bajo condiciones controladas, se emplea para generar energía utilizable en los reactores nucleares: todos los reactores que actualmente existen son de fisión nuclear.
La fusión nuclear, por otro lado, requiere para ocurrir de temperaturas muy altas, de decenas de millones de grados, como las que existen en el interior del Sol. Solo a estas temperaturas los núcleos atómicos pueden sobreponerse a su natural repulsión eléctrica mutua y acercarse a una distancia suficientemente pequeña como para poder fusionarse. El poder destructivo de las bombas termonucleares, o bombas de hidrógeno, se debe a que son bombas de fusión. Esencialmente, tienen dos etapas: utilizan las altas temperaturas generadas por la fisión de uranio para inducir la fusión de dos núcleos de hidrógeno –típicamente, de tritio, una forma radioactiva del hidrógeno, con un protón y dos neutrones–, en un núcleo de helio, compuesto de dos protones y dos neutrones.
Desde el desarrollo teórico de la fusión nuclear a inicios del siglo pasado, la comunidad científica ha intentado desarrollar reactores nucleares a base de fusión nuclear. Las motivaciones principales son dos: la energía liberada en fusión es más alta que en fisión y, a diferencia de los reactores de fisión, los de fusión no producirían deshechos radioactivos, que son de difícil manipulación y almacenamiento. Claramente, una tecnología que produzca una cantidad de energía limpia del orden de un millón de veces mayor que la que producen los procesos químicos, como la combustión de combustibles fósiles, es deseable.
Sin embargo, y a pesar de décadas de avances e intentos, los reactores de fusión aún no existen. Una de las dificultades más difíciles de superar es que la materia prima, el plasma, es notoriamente difícil de contener. No existe material que sobreviva el entrar en contacto con un plasma de temperatura de varios cientos de millones de grados. La solución consiste en no contener al plasma dentro de un recipiente sólido, sino en mantenerlo separado de toda superficie utilizando campos magnéticos para suspenderlo, confinarlo y manipularlo dentro de un volumen aislado. Esto es posible debido a la naturaleza misma del plasma: un fluido de cargas eléctricas que puede ser manipulado al aplicar de manera dirigida campos magnéticos sobre él. Uno de los diseños más estudiados para el confinamiento magnético se conoce como tokamak, por sus siglas en ruso, y utiliza una combinación ingeniosa de campos magnéticos para confinar al plasma en un volumen con forma de toroide, o donut. En la actualidad, los reactores de fusión, basados en el tokamak o sus alternativas, son solo experimentales y son incapaces de producir energía de forma continua; de hecho, consumen más energía de la que producen.
Sin embargo, es claro que la fusión nuclear es una salida a la crisis energética del planeta. Con este propósito en mente nació en 1985 el megaproyecto ITER (International Thermonuclear Experimental Reactor), que en latín significa “el camino”: la colaboración entre la Unión Europea, Japón, India, Rusia, China, Corea del Sur y los Estados Unidos está construyendo el tokamak más grande a la fecha, con miras a convertirse en la primera planta viable de producción de energía por fusión de hidrógeno. Se espera que ITER produzca 500 megawatts, mientras que su operación consuma solo 50 megawatts: de esta forma se convertiría en el primer reactor de fusión capaz de producir más energía de la que consume. Como referencia, las bombillas de luz consumen entre 50 y 100 watts de energía, es decir entre 0.00005 y 0.0001 megawatts. En comparación, el consumo energético actual de Perú es de unos 37 000 megawatts; el de la Unión Europea, unos 2.5 millones de megawatts, y el de los EE.UU. y China está entre 3 y 4 millones de megawatts cada uno. Las plantas de fusión nuclear tienen el potencial de cubrir una parte importante de este requirimiento energético. Pero ITER es un proyecto de largo aliento: se espera que sea capaz de lograr fusión estable recién a partir del año 2027.
El cumplimiento del objetivo de ITER dependerá de que finalmente logremos manipular el plasma para inducir fusión controlada y continua. La naturaleza misma del plasma hace de éste un problema en extremo difícil; modelar un fluido que además es susceptible a ser afectado por campos eléctricos y magnéticos que existen tanto dentro como fuera de él es una tarea tan complicada que es casi una subdisciplina en sí misma: la magnetohidrodinámica. Una continua retroalimentación entre teoría, experimentación, ingeniería y simulación computacional es necesaria. En esta dirección, recientemente el peruano Luis Delgado Aparicio, doctor en Física, egresado de la PUCP, y reconocido investigador del Princeton Plasma Physics Laboratory, recibió el prestigioso financiamiento Early Career Research de la Oficina de Ciencia del Departamento de Energía de los EE.UU. La investigación de Delgado Aparicio estudia cómo eliminar las impurezas –partículas de tungsteno– que migran desde las paredes internas del tokamak hacia el plasma y lo contaminan. El equipo de investigación encontró que las impurezas son recolectadas por pequeñas islas magnéticas similares a burbujas que se forman en el plasma y que tienen el efecto de enfriarlo, bloquear la energía externa que se le suministra y posiblemente desestabilizarlo y destruirlo. Evidentemente, eliminar las impurezas del plasma es una tarea importante.
Muchas otras de las visiones de la obra de Ray Bradbury en la primera mitad del siglo XX se han convertido en realidad y hoy convivimos con ellas. La visión de una humanidad que aprenda a controlar la misma fuente de energía que la que alimenta al Sol finalmente podría encontrarse a solo décadas de hacerse real. De cumplirse, en el espacio de un siglo habremos pasado de no saber cómo funciona el Sol a haber replicado parte de él, en una escala menor, para beneficio nuestro. Las manzanas doradas del Sol bien podrían ser una de las cosechas más importantes de nuestra especie en el siglo XXI.
Columbus, 22 de Mayo del 2015